
Realmente uno muere cuando ya no comprende nada y eso suele suceder mucho antes de que el alma abandone el cuerpo. Hay síntomas graves. Muchos de aquellos países pintados cada uno en su color en los mapas de la escuela han desaparecido. Tienen otras fronteras, otros nombres. Si te niegas a aprender la nueva geografía que todos los años engendran las guerras, ya estás muerto. El cuerpo de aquella mujer que amaste tenía varios lunares estratégicos; si en el sueño ya no recuerdas dónde estaban ni cuantos eran ya estás muerto. Ves cruzar un grupo de jóvenes con la cara pintorreteada emitiendo aullidos salvajes. Si muestras una repulsa instintiva y no reconoces que en otro tiempo tú eras uno de ellos que hacía cosas parecidas, ya estás muerto. De pronto puedes aspirar el aroma de un lápiz Alpino, probar un potaje semejante al que hacia tu madre, descubrir en el trastero los restos de la bicicleta en la que, siendo adolescente, ibas a la playa, escuchar una melodía de Tommy Dorsey, encontrar una hoja de hierbaluisa entre las páginas del libro que te regaló ella; si al sentirte herido por todo eso sólo experimentas nostalgia y no una melancolía llena de estética que te ayude a crear nuevas sensaciones placenteras, ya estás muerto.
Cambian las formas de la pintura, de la danza, de la música, de las palabras; cada una de las bellas artes constituye un río de Heráclito que discurre paralelo al de la ciencia y todo son afluentes del gran río que arrastra innumerables licores y sustancias hechas para olvidar la vida. Si sientes un rechazo natural por el cambio de formas, de alimentos, de vestidos, de pelo, de signos, de sexo, de política, de espectáculos, de materiales, entonces ya estás muerto.
El gusto es infinito, pero hay un terrible momento en que cada uno pronuncia su propia defunción: ese en que reconoces que ya no entiendes nada de lo que pasa. Esta muerte puede ser violenta o dulce, según tú vayas circulando por la calle durante años lleno de ira o de resignación.
Las horas Paganas. M. Vicent.
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