
Érase una casa a una biblioteca pegada, érase una tele tirada por los suelos, érase una tía micromínima, érase una mente macrocósmica, érase la livianed cosificada, érase una Larrouse andante, érase un oásis en mitad de ningún sitio (pongamos que hablo de Tanzania), érase la libertad con forma de jardincito, érase una british alumna con máster en románicas, érase aprendiz de yogas y pilates... érase la peor conductora del mundo.
Cuando a uno le regalan vivir dos años enteritos (pensión completa), sin pedirle absolutamente nunca nada a cambio, amadrinándolo sine die en una ciudad como Madrid (en realidad, para el acto de generosidad, la ciudad es indiferente), sabe de antemano que ya nunca podrá agradecerle ni devolverle ese enorme favor. Eso es un tremendo marrón para el cara que tiene la desfachatez de aceptar la oferta. Yo he tenido esa enorme (mala)suerte. Pero a pesar del marrón, viendo la parte positiva de la negativa, es una maravilla saber que ese tipo de personas (el de la desfachatez no, la otra), sencillamente, existen.
Vivir dos años en Madrid me ha permitido tener la enorme suerte de estudiar en la Complu, de salir por Malasaña, de patearme una vez tras otra rastros, princesas, gran vías, preciados y alcalás; kilometrear miles de kilometros en autobuses rojos; haber estado en la Residencia de Estudiantes en dos ocasiones; haber conocido gente a la que admiro como Millás o Vicent; ir al Gijón; a la feria del libro; a algunos conciertos de música clásica; a los geniales Les Luthiers; ver al Sabina pregoneando a San Isidro y cantando en Las Ventas; ser expectador en esos maravillosos teatritos como La Latina o el Infanta Santa Isabel, (24 charing cross road creo que fue mi obra favorita) que todavía resisten en pie de guerra a convertirse en Zaras & Cias.
Cuando a uno le regalan vivir dos años enteritos (pensión completa), sin pedirle absolutamente nunca nada a cambio, amadrinándolo sine die en una ciudad como Madrid (en realidad, para el acto de generosidad, la ciudad es indiferente), sabe de antemano que ya nunca podrá agradecerle ni devolverle ese enorme favor. Eso es un tremendo marrón para el cara que tiene la desfachatez de aceptar la oferta. Yo he tenido esa enorme (mala)suerte. Pero a pesar del marrón, viendo la parte positiva de la negativa, es una maravilla saber que ese tipo de personas (el de la desfachatez no, la otra), sencillamente, existen.
Vivir dos años en Madrid me ha permitido tener la enorme suerte de estudiar en la Complu, de salir por Malasaña, de patearme una vez tras otra rastros, princesas, gran vías, preciados y alcalás; kilometrear miles de kilometros en autobuses rojos; haber estado en la Residencia de Estudiantes en dos ocasiones; haber conocido gente a la que admiro como Millás o Vicent; ir al Gijón; a la feria del libro; a algunos conciertos de música clásica; a los geniales Les Luthiers; ver al Sabina pregoneando a San Isidro y cantando en Las Ventas; ser expectador en esos maravillosos teatritos como La Latina o el Infanta Santa Isabel, (24 charing cross road creo que fue mi obra favorita) que todavía resisten en pie de guerra a convertirse en Zaras & Cias.
También he conocido el Mercado de Fuencarral, visitado El Prado, El Tyssen y el Reina Sofia; el decadente y maravilloso Círculo de Bellas Artes y he descubierto que Tirso de Molina - Sol - Gran Vía - Tribunal eran otra cosa además del estribillo de la canción de Sabina ("y viceversa") Allí, el día de la 2ª Guerra de los Mundos, viví la noticia de la caída de las torres gemelas; el incendio del Windsor y el día en que el vendedor de castañas de Gran Vía habló en la radio. Y viví, otras muchas experiencias positivas y no tanto, que una ciudad tan fascinante como Madrid lleva consigo.
Paradógicamente, con el tiempo, mi recuerdo de Madrid es de lo más mediterráneo: la primera vez que me recuerdo cenando una ensalada y tomate con queso parmesano fundido bajo la luna con un calor sofocante fue allí, la primera vez que probé el gazpacho fue allí, la primera vez que tomé una horchata fue allí... salvo un par de detalles baladíes como la falta de mar y playa, para mí una parte de Madrid tiene mucho de mediterráneo. Un fantástico microjardincito estilo zen nos permitía en tremendo lujazo de cenar con velitas y todo en las noches de más calor. E incluso, cuando todavía estaba permitido, lo regálabamos un poco y la humedad que nos rodeaba (duraba unos pocos minutos) acrecentaba todavía más esa sensación mediterránea.
Paradógicamente, con el tiempo, mi recuerdo de Madrid es de lo más mediterráneo: la primera vez que me recuerdo cenando una ensalada y tomate con queso parmesano fundido bajo la luna con un calor sofocante fue allí, la primera vez que probé el gazpacho fue allí, la primera vez que tomé una horchata fue allí... salvo un par de detalles baladíes como la falta de mar y playa, para mí una parte de Madrid tiene mucho de mediterráneo. Un fantástico microjardincito estilo zen nos permitía en tremendo lujazo de cenar con velitas y todo en las noches de más calor. E incluso, cuando todavía estaba permitido, lo regálabamos un poco y la humedad que nos rodeaba (duraba unos pocos minutos) acrecentaba todavía más esa sensación mediterránea.
Ese paraiso, existe a la salida de una parada de la Linea 7 del metro, dirección Pitis, en el Barrio del Pilar, cerquita de La Vaguada, ese primer gran centro comercial ya decadente, abreviado ante los inmensos mastodontes mega-macro-mansiones-centro-comerciales del siglo XXI.
Tiene razón Vicent, la felicidad está en las pequeñas cosas: aquellas tazas de café que desayuné leyendo el periódico en la terracita junto con una gatita ritísima, con música clásica de fondo, con el pijama puesto y bajo un sol radiante, no tienen precio.
Millones de Gracias "S". Infinitas gracias +1.
1 comentario:
Como la micromínima parte implicada en el relato me he sentido tan aludida como emocionada. Reconozco y comparto sentimientos. En mi nombre (y en el de Zanzíbar, Madrid), gracias, David, y hasta cuando quieras.
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